viernes, 13 de abril de 2012

Mazacoatl, crónicas serranas.
Óleo de Roberto López
Este espacio está dedicado a Mazacoatl, un pueblo en la cumbre de la Sierra Madre Occidental, de Jalisco, cuyos orígenes se remontan a los primeros pobladores de lo que hoy se conoce como República Mexicana, cuando la zona era recorrida por gente hablante del náhuatl, para luego, ser habitada por aquéllos que llegados de allende el mar se quedaron y fundaron este pequeño pueblo en el  valle, refugio de mazacoatl, culebras de gran tamaño, que dieron nombre al lugar, convertido en Mascota, nombre que evoca las dos herencias que dan vida y espíritu a los habitantes del pueblo y de la región. Vida y espíritu, surgidos hace varias centurias, recreados en cada generación y acumulados en una rica tradición que define la esencia misma de cada mascotense radicado en el pueblo y un poco más allá, o de aquéllos sentidos como tales, aún en la distancia.
Estas Crónicas serranas son la memoria de Mascota, de su pasado y de su presente, de las mujeres y hombres que con su vida le dieron historia y la siguen construyendo, de aquéllos en los que el terruño se confunde con su alma y aman el valle, su río ensortijado, sus cerros custodios, su cielo transparente, su aislamiento que les hace sentirse una gran familia, mitad culebra, mitad montaña. Mazaxcoatl, Crónicas serranas, es el lugar de la palabra de nuestra memoria, es el punto de encuentro de todos los que hemos nacido aquí y de los que no, pero que nos brindan amistad, querencia y compañía.

El comal de doña Rosa

Con eso de que en DF no hay, pues nomás llego a Mascota y me lanzó por las tortillas de por acá. Y no es que en la capital no haya tortillas, de que las hay, las hay, pero no como las de acá… les platico. Sara, la esposa de Roberto, compra las tortillas con Doña Rosa Curiel,  allá en la Francisco I. Madero, donde el camellón de las primaveras de flores amarrillas una, y flores rosas, otra.  Pues ahí es donde Doña Rosa se anuncia con un letrero de: “Se hacen tortillas hechas a mano”, en una casa propiedad de su suegra, de fachada pintadita de amarillo bien alegre y con corral al frente

Y miren que estas tortillas son dignas de mención. Son, tal cual se anuncia, hechas a mano, pero desde el principio porque Doña Rosa hace el nixtamal desde un día antes y tiene un pequeño molino donde saca la masa, para hacer las tortillas en una  maquina de madera de palanca larga, que aprieta con justa fuerza, para que la bola se aplane hasta donde ella quiere y sabe. Luego, la despega y la pasa al comal, con movimiento quebrado de mano, como si de torear se tratara, sin romperse, ni ondearse, ni doblarse, no, con diestro y elegante gesto la tortilla cruda, de fragilidad extrema, es despegada, transportada y depositada en el comal, con magistral precisión y elegancia.

El comal hace el resto, uno ve como la tortilla se va cociendo de a lento por abajo,  pero uno se da cuenta que ya está lista con ver el lado de arriba… cosa de saber. Doña Rosa lo sabe y le da vuelta a la tortilla justo cuando ha de ser y no antes ni después. A poco se empieza a inflar como globo y, rápida la mano de la Doña, la saca del comal para ir a dar al tompiate… una maravilla de la creación humana, y cómo no, si un grano de maíz puede, por la mano de
Doña Rosa, transformarse en un burrito… y es que del comal agarra uno la tortilla, le pone sal , la aprieta con la mano hasta hacerla bolita: un burrito, delicioso.




Doña Rosa Curiel es de Atenguillo. Allà todavía vive su madre, una hermana y más familia, pero ella lleva en Mascota 25 años, dice que las tortillas de su pueblo son de mayor tamaño, pero que se hacen de igual manera. Dichosos ustedes, en el DF, son de maseca y pura maquinaria.
 Maru Herrera.

Caco Briseño y sus rancherías

No tiene mucho con la carnicería, cinco años apenas, pero Caco corta como si lo hiciera de toda la vida, “a base de cortadas”, dice que aprendió.  Su local no es muy grande, apenas tiene un refrigerador, sus mesas de cortar y otra, a manera de despacho, donde, su esposa y doña Rosa, su madre, alternan para la cobradera y para recibir a la clientela con una sonrisa y una buena palabra.
Fue doña Rosa la que nos contó, que las reses las busca, escoge y compra Caco en las rancherías, los animales han de estar de pie, para saber que están sanos. Luego los trae para su rancho, en donde los alimenta hasta que les toca  el degüello en el rastro, y de ahí, sin más de por medio, a su vitrina y a nuestra canasta. Es por ello que es bien fresca y saludable, se le nota en el puchero, la parrilla y el estofado.
Pero no solo hay cuidado en la carne de res, los pollos también tienen su historia. Caco se los merca a una señora de San Sebastián, que si bien los compra de granja, los termina de crecer en su rancho alimentándolos de maíz, por eso no tienen bolas de grasa, dice ella, por eso, no saben a purina digo yo. Y se nota nomás en el caldito de pollo que hace Sara, que no necesita condimentos para saber como Dios manda, basta un poco de sal, alguna verdurita, un poco de cebolla y chile verde picado, para estar cabal.
Dice Roberto que hay más carnicerías en Mascota, alguna trae la carne de Guadalajara, pero casi todas son como hace Caco, ranchean. De una u otra manera, se salvan de las congeladas que nos zampan en el DF, pollos, reses y marranos, todos pasan por el glacial y vayan ustedes a saber si estemos trinchando mamut en nuestros platos.
Cuentan que la carnicería se llama “El Chapulín”, eso porque es un apodo heredado, pues así le nombraban al abuelo de Caco, luego a su padre y ahora también a él. Aquí en Mascota, todos y todo tiene historia y abolengo.

Maru Herrera



miércoles, 11 de abril de 2012

A la tierra, nuestros muertos




















 Porque amamos el teruño, regresamos siempre a él, no importa que lejos andemos, la ausencia duele menos porque sabemos que hemos de volver, aquí no solo está nuestra infancia debajo de cada piedra del camino y montada en las ramás de los árboles, también están nuestros muertos vueltos tierra, por eso amamos el terruño.

Fotos: Maru Herrera

lunes, 9 de abril de 2012

De Enseres Hablando


 Recuerdo a mi mamá sentada frente a ella, con la espalda encorvada, la vista fija, las manos diestras y el pedal a toda marcha. Hoy que vi una en ca’Roberto, en Mascota, se me vino de la memoria más lejana a la más cercana, otra muy parecida, nomás más vieja, también Singer,  allá en casa de mis padres donde yo crecí. Entonces, hace un buen,  no había tantas tiendas donde comprar lo que ahora se compra, la ropa se hacía en casa, si no toda, si mucha. La de los niños desde luego. Y no es que supieran bien costurar, mi mamá y mis tías, solo se defendían, pero eran buenas para remendar y hacernos vestidos de percal con holanes y “bolillo” para adornar. Esta Singer de cajoncitos de madera, de pedal de metal y de cabeza negro acharolado, puede contarnos de manos que por ella pasaron, de prendas que ahí se fraguaron, de  ojos que se gastaron, de cuellos agarrotados, de telas idas y niños por ella vestidos, que como fantasmas algo de ellos en ella quedaron.


Y de la casa de Mascota de Roberto también, cada que vengo, mi ropa de viaje la guardo en un viejo ropero, de esos de dos hojas con cristales al frente, de madera casi negra por el barniz bien cuidadito y lleno de molduras talladas como pilastras salomónicas que lo engalana y señorean. Un ropero que al abrirse puede ser como un cofre de corsario, atestadito pero de historias pasadas, porque, si bien mira en las lunas detrás de uno,  se apercibe otra concurrencia, a veces de gente consabida, generalmente, parentela de Roberto, pero otras ocasiones, de plano no sé ni quienes,  pero de que son familia, lo son, se les nota en el semblante. Y uno los ve  reverberando vestidos en usanzas de otros tiempos ora de overol, ora de catrín, ora de falda al huesito, hora de falda plisada y yo veo mi ropa de viaje colgada y acomodada en los cajones, convertida en aquellas antiguallas y como las cosas añejas me gustan, no paro de mirar dentro del ropero de la casa de Mascota de Roberto.
Y de esta casa, también me encandilo con dos trasteros empotrados en el comedor, ese de paredes pintaditas de colores, que parece merendero: siempre abierto y funcionando, con su gran mesa de madera y sus sillas de bejuco. Café caliente para empezar y terminar el día y entre esos postreros, no falta la pitanza, el puchero, el festín. Pero  a los trasteros regresando, ya saben de los que hablo, esos arremetidos en la pared, con repisas de madera, puertas de cristal y molduras de listón bien garigoleadas. Que yo con eso me quedaba, pero faltan todos los cristales y porcelanas que custodian y presumen esos trasteros, porque si bien se mira, estas alacenas son para engreíse de los enseres más catrines de la casa: ahí están muy orondos los platos mostrándose de frente, paraditos, refulgentes y los vasos muy gallardos formaditos y los ternos luciendo su finura y las copas envanecidas con la alcurnia bien trepada y las carpetas de punto hechas en casa blasondeando.

Esa Singer, ese ropero, esos trasteros y… muchas cosas más, las he visto en ca’Roberto pero también en otras  casas de Mascota,  y se me figura que así, tan especiales como son, se parecen a  los de otras latitudes, pero por acá, en esta serranía, tiene un no sé que, muy de ellos.

Maru Herrera

Desde Afuerita


Uno que viene del DF se admira de todo en estas tierras serranas, ya desde que termina la planicie de Ameca y empieza uno a treparse a la sierra, todo parece distinto. Quizá los de acá arriba no lo noten porque ya están impuestos a su paisaje y a su gente, pero para los de afuera, si hay muchas cosas dignas de asombro. De asombro del bueno, del que sale del fondo de nosotros mismos y que nos conecta con ese México que poco queda en las grandes ciudades, pero que todavía persiste en nosotros a pesar del  pavimento, ese México que está en los recuerdos más metidos en la memoria, el que nos llegó platicadito por los abuelos, por libros de historias y por fotos vetustas. El México  que se nos asoma en el aliento y en la mirada, aunque, ni modo, seamos gente de ciudad.

Ese México que todavía tiene sus reales en una buena parte de su territorio… el México de “la provincia”, el que porfía en  pueblos  regaditos en sierras, costas y valles. Pueblos aferrados a su herencia, a su pasado. Lugares donde, su gente,  sin importar  carreteras y pistas de aterrizaje, todavía se apegan a la tierra, a la familia, a los arcanos, a los sepulcros, a las montañas, a las vertientes. Gente de Mascota que sabe leer la tormenta antes que se avecine y una buena cosecha antes del pisque, que sabe el que va a ser buen marido para la hija y un hombre cabal para amigo. Gente de Mascota que conoce el nombre de sus vecinos, el de las yerba para curar el dolor de vientre, las flores que bien huelen, los árboles que dan sombra y aquellos que dan frutos, la tierra buena para sembrar y la madera para cercar.

Y por eso me gusta venir a Mascota, lo he hecho durante muchos años y si Dios me presta vida, por acá he de seguir viniendo, porque en este pueblo serrano se respira ese México que mi ciudad ha arrinconado y casi lo pierde, y que en Mascota se le halla nomás al bajar la cuesta y pisar sus calles empedradas, mirar sus casas de teja colorada, sus puertas con postigos, sus balcones enrejados, sus patios barriditos, sus corrales cercados, sus corredores enmacetados, su mercado de doble piso, su parroquia de torre blanca y espigada, su jardín con kiosco y bancas patrocinadas.

Pero, de Mascota lo que más me asombra y más me admira, es su gente de garbosa estampa, de gentiles maneras, de tonito cantadito al hablar y rapidita para convidar casa, familia y comida. Y de comida hablando, solo Mascota para la birria de Pillo Montiel, el pozole del Profe, los tacos dorados de Peña, los de maciza de la Chata, los tapatíos de Rafaela y las tortas de Edelmira,  los raspados de “El Enemigo”, los pachucos de “La Rosita”, las galletas de Las Hernández, los pasteles de Luz y de dominio popular, sus birotes, sus tortillas hechas a mano, sus rollos de guayaba y…

No me la acabo, nomás les digo, que Mascota es eso y mucho, mucho más de eso que quizá su gente ni cuenta se dé que lo tiene y vive, pero los que de fuera venimos lo apercibimos nomás cruzando el puerto. 

Maru Herrera.

Paulino Sendis


En tiempos de la revolución cristera había bandas de ladrones que tenían asoleada a las rancherías que hay rumbo a la costa, no eran ranchos grandes a veces era una sola casa y le ponían nombre que San Diego, Agua Caliente, El Paraíso, Las piñas y otros. En este último vivía un hombre llamado Paulino Sendis Esparza que se fue a vivir con su familia al bosque, tenía varios hijos e hijas había otros ranchos de tres o cuatro casas aquí y allá.
Estaban cansados de que a cada rato llegaban a robarles una u otra banda que a veces se decían ser revolucionarios, otras cristeros y no eran ni una cosa ni otra, eran sencillamente ladrones. Paulino, como otros padres de familia, les preocupaba porque tenían hijas y estos bandoleros también robaban muchachas. Una vez se robaron a una muchacha llamada Rufina Peña, había ido de visita a Zapotán y de ahí se la raptaron. Había un capitán que ahorita no me acuerdo de su nombre, pero se le conocía como El Soto, este era un apodo. Había un hombre llamado Paulino Sendis, era ranchero, su destino era criar ganado, era primo hermano de la madre de Don Eutiquio Salcedo, el herrero. Se fue a vivir a un rancho en la selva le puso de nombre Las Piñas; en tiempo de secas llevaba el ganado a otro rancho y en tiempos de aguas a otro, así vivía de un rancho al otro. Tenía varias hijas y tenía desconfianza de que de un momento a otro se llevaran a alguna de ellas y pues uno de padres cuida uno a sus hijos, cuando están chicos requieren de unos cuidados y cuando están grandes pues requieren de otros.

Una vez Don Paulino vino a Mascota para hablar con las autoridades y pedir su ayuda, le dijeron que el gobierno ya estaba cansado de combatir a los revolucionarios que no le podían ayudar, entonces les preguntó ¿Quiere decir que si yo hago algo para con ellos no me van a castigar? “No, no se te va a castigar”. Por ahí estaba escuchando Don Ismael Gil, un hombre que había sido rico latifundista de aquí de Mascota, era dueño de la Hcienda de Tecoani, de la Hacienda de Cabos, de San Andrés Chacuaqueña, San Juanito; por acá por la selva El Carrizo, el portesuelo del llano de  San Nicolás cerquita está Cuahupinole,y bajando de ahí ya está El Pitillal y de ahí Puerto Vallarta. “Yo te ayudo Paulino, ¿que arma tienes?” Paulino tenía un chispón, era una arma de las primeras que empezaron a salir que había que meterles “taco” decían después se le metía la pólvora, por último las postas, se repetía esto cada vez que se hacía un disparo. En el rancho del Mosco juntó a doce hombres entre ellos a Germán Salcedo, Aurelio Esparza, Pedro Santana, Pablo Flores, José María Peña hermano de Rufina Peña que ya traían ellos por allá. En el camino los alcanzó un joven que estaba de visita en Zapotán, pero Paulino no lo quería aceptar porque era muy joven el muchacho le dijo que tenía su 30-30 y algo de parque que su edad no importaba que lo dejara unirse a ellos. No era el número que él hubiera querido tener, por ahí les consiguió carabinas 30-30 que para entonces era lo más moderno que había.
Aquel grupo armado llegó cerca del  rancho de San Diego lugar en que estaban acampados los cristeros y Paulino, a Germán Salcedo, le arregló una maleta con un poco de ropa y una manita de plátanos y le dijo que el grupo iba a arreglar un sitio en el arrollo de La Coronilla, el arrollo estaba seco sólo en temporal de aguas se llenaba y corría, su misión sería llevar a los enemigos a ese lugar, de pronto iban a marcarle el alto para preguntarle quien era , que quería y que andaba haciendo por ahí les contestarás que vienes de Vallarta, que le ganaste la delantera al ejército del gobierno que son muchos bien armados que te desviaste por desconfianza a que te fueran a hacer algo o a levantarte para unirte como soldado de ellos, te van a preguntar si  conoces todos estos cerros les dices que sí.

Como fue. El jefe de los cristeros lo amenazó obligándolo a que los llevara a un lugarseguro para ellos en donde no pudiera verlos el ejército, tú les contestas que sí, por el arrollo de La Coronilla de ahí seguirían  al rancho del Chino y por ahí no darían con ustedes. Rápido se movieron nada tontos le preguntaron a Rufina si conocía a ese hombre, ella les contestó afirmativamente diciéndoles que era del Mosco. Paulino no hizo un campamento lo suficientemente grande pues era poca su gente. A un lado y otro cavó fortines y acomodó a su gente y les dijo que nadie hiciera fuego, hasta que entrara el último de los cristeros y él iba a iniciar los disparos. En los fortines los acomodó de dos en dos, cuando el enemigo entró todavía no pasaban todos cuando empezaron a disparar antes de que Paulino lo hiciera. Adelante iba el capitán con Rufina, atrás de ellos el Soto, Paulino platicaba que él estaba parapetado atrás del tronco de un árbol que se llama capomo, en eso se levanta el Soto y gritó “salga a pelear conmigo el más hombre,” él estaba a campo raso y pues a Paulino le vino el saco y salió para hacerse visible, se dispararon los dos y los dos se jerraron. Platicaba que a la hora de la hora le dio miedito porque al saber que se estaba midiendo con un revolucionario que se sabía que no le entraban las balas o no le atinaban, pues se dispararon más veces y que se lo echó a la lona. Fueron pocos los que mataron, no llegaron a diez, los otros huyeron. Rufina seguramente ya se había encariñado con aquel hombre porque su hermano le gritaba que se quedara y no hacía caso entonces le empezaron a tirar al caballo en que iba, cayó el caballo, pero ella se subió en el que iba el capitán. Después se supo que andaba por California, vivió muchos años, murió  ancianita. Después del encuentro entre todos juntaron barañas y leña, apilaron a  los muertos y los quemaron.

Se vinieron a Mascota, se presentaron con las autoridades, la mayoría de ellos terminaron yéndose de aquí, la mayoría se fue a Estados Unidos no por lo que sucedió, sencillamente para tener una forma mejor de vida, Paulino se fue a su rancho a seguir haciendo su vida de ranchero, vestía de calzón de manta, un cotoncito también del mismo material y sus huaraches de tres agujeros.  Al poco tiempo vino gente del gobierno de la ciudad de México hablaron con él y se lo llevaron, le dijeron que no se preocupara no le iba a pasar nada, pero que el secretario de la defensa nacional quería hablar con él. Llegaron allá, lo calzaron, lo vistieron, le dieron el grado de general, le dijeron que hombres así como él necesitaba el país le ofrecieron trabajo en esa secretaría y se llevara a la familia a vivir en el Distrito Federal. Se sentía muy raro e incómodo, entonces les dijo que lo dejaran ir con su familia, estarían preocupados, hablaría con su esposa y sus hijos, pero lo que quería era que lo dejaran regresar, los convenció, pero sabía para sus adentros que no regresaría. Pasó un tiempo y en México, al ver que no regresaba, vinieron por él, les dijo: miren déjenme aquí, aquí vivo feliz con mi familia, yo soy ranchero, si luché fue por necesidad, pero a mí no me gusta pelear, me gusta trabajar la tierra y cuidar de mis animalitos. Bueno, entonces le vamos a traer una buena remesa de armas para que se defienda por si decide regresar el enemigo, solamente le vamos a pedir que forme un grupo que estén decididos a defender la tierra, que no sean bravucones ni sean viciosos. Pasaron muchos años y terminó regalando las armas a sus amigos.

Roberto López