Recuerdo a mi mamá sentada frente a ella, con la espalda encorvada, la vista fija, las manos diestras y el pedal a toda marcha. Hoy que vi una en ca’Roberto, en Mascota, se me vino de la memoria más lejana a la más cercana, otra muy parecida, nomás más vieja, también Singer, allá en casa de mis padres donde yo crecí. Entonces, hace un buen, no había tantas tiendas donde comprar lo que ahora se compra, la ropa se hacía en casa, si no toda, si mucha. La de los niños desde luego. Y no es que supieran bien costurar, mi mamá y mis tías, solo se defendían, pero eran buenas para remendar y hacernos vestidos de percal con holanes y “bolillo” para adornar. Esta Singer de cajoncitos de madera, de pedal de metal y de cabeza negro acharolado, puede contarnos de manos que por ella pasaron, de prendas que ahí se fraguaron, de ojos que se gastaron, de cuellos agarrotados, de telas idas y niños por ella vestidos, que como fantasmas algo de ellos en ella quedaron.
Y de la casa de Mascota de Roberto también, cada que vengo, mi ropa de viaje la guardo en un viejo ropero, de esos de dos hojas con cristales al frente, de madera casi negra por el barniz bien cuidadito y lleno de molduras talladas como pilastras salomónicas que lo engalana y señorean. Un ropero que al abrirse puede ser como un cofre de corsario, atestadito pero de historias pasadas, porque, si bien mira en las lunas detrás de uno, se apercibe otra concurrencia, a veces de gente consabida, generalmente, parentela de Roberto, pero otras ocasiones, de plano no sé ni quienes, pero de que son familia, lo son, se les nota en el semblante. Y uno los ve reverberando vestidos en usanzas de otros tiempos ora de overol, ora de catrín, ora de falda al huesito, hora de falda plisada y yo veo mi ropa de viaje colgada y acomodada en los cajones, convertida en aquellas antiguallas y como las cosas añejas me gustan, no paro de mirar dentro del ropero de la casa de Mascota de Roberto.
Y de esta casa, también me encandilo con dos trasteros empotrados en el comedor, ese de paredes pintaditas de colores, que parece merendero: siempre abierto y funcionando, con su gran mesa de madera y sus sillas de bejuco. Café caliente para empezar y terminar el día y entre esos postreros, no falta la pitanza, el puchero, el festín. Pero a los trasteros regresando, ya saben de los que hablo, esos arremetidos en la pared, con repisas de madera, puertas de cristal y molduras de listón bien garigoleadas. Que yo con eso me quedaba, pero faltan todos los cristales y porcelanas que custodian y presumen esos trasteros, porque si bien se mira, estas alacenas son para engreíse de los enseres más catrines de la casa: ahí están muy orondos los platos mostrándose de frente, paraditos, refulgentes y los vasos muy gallardos formaditos y los ternos luciendo su finura y las copas envanecidas con la alcurnia bien trepada y las carpetas de punto hechas en casa blasondeando.
Esa Singer, ese ropero, esos trasteros y… muchas cosas más, las he visto en ca’Roberto pero también en otras casas de Mascota, y se me figura que así, tan especiales como son, se parecen a los de otras latitudes, pero por acá, en esta serranía, tiene un no sé que, muy de ellos.
Maru Herrera
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