Uno que viene del DF se admira de
todo en estas tierras serranas, ya desde que termina la planicie de Ameca y
empieza uno a treparse a la sierra, todo parece distinto. Quizá los de acá
arriba no lo noten porque ya están impuestos a su paisaje y a su gente, pero
para los de afuera, si hay muchas cosas dignas de asombro. De asombro del
bueno, del que sale del fondo de nosotros mismos y que nos conecta con ese
México que poco queda en las grandes ciudades, pero que todavía persiste en
nosotros a pesar del pavimento, ese
México que está en los recuerdos más metidos en la memoria, el que nos llegó
platicadito por los abuelos, por libros de historias y por fotos vetustas. El
México que se nos asoma en el aliento y
en la mirada, aunque, ni modo, seamos gente de ciudad.
Ese México que todavía tiene sus reales en una buena parte de su territorio… el México de “la provincia”, el que porfía en pueblos regaditos en sierras, costas y valles. Pueblos aferrados a su herencia, a su pasado. Lugares donde, su gente, sin importar carreteras y pistas de aterrizaje, todavía se apegan a la tierra, a la familia, a los arcanos, a los sepulcros, a las montañas, a las vertientes. Gente de Mascota que sabe leer la tormenta antes que se avecine y una buena cosecha antes del pisque, que sabe el que va a ser buen marido para la hija y un hombre cabal para amigo. Gente de Mascota que conoce el nombre de sus vecinos, el de las yerba para curar el dolor de vientre, las flores que bien huelen, los árboles que dan sombra y aquellos que dan frutos, la tierra buena para sembrar y la madera para cercar.
Y por eso me gusta venir a Mascota, lo he hecho durante muchos años y si Dios me presta vida, por acá he de seguir viniendo, porque en este pueblo serrano se respira ese México que mi ciudad ha arrinconado y casi lo pierde, y que en Mascota se le halla nomás al bajar la cuesta y pisar sus calles empedradas, mirar sus casas de teja colorada, sus puertas con postigos, sus balcones enrejados, sus patios barriditos, sus corrales cercados, sus corredores enmacetados, su mercado de doble piso, su parroquia de torre blanca y espigada, su jardín con kiosco y bancas patrocinadas.
Pero, de Mascota lo que más me asombra y más me admira, es su gente de garbosa estampa, de gentiles maneras, de tonito cantadito al hablar y rapidita para convidar casa, familia y comida. Y de comida hablando, solo Mascota para la birria de Pillo Montiel, el pozole del Profe, los tacos dorados de Peña, los de maciza de la Chata, los tapatíos de Rafaela y las tortas de Edelmira, los raspados de “El Enemigo”, los pachucos de “La Rosita”, las galletas de Las Hernández, los pasteles de Luz y de dominio popular, sus birotes, sus tortillas hechas a mano, sus rollos de guayaba y…
No me la acabo, nomás les digo, que Mascota es eso y mucho, mucho más de eso que quizá su gente ni cuenta se dé que lo tiene y vive, pero los que de fuera venimos lo apercibimos nomás cruzando el puerto.
Maru Herrera.
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