Eran tan chiquitos que todos los habitantes teníamos que cerrar muy bien las puertas de las casas para que no se metieran, pero si las puertas tenían algún agujerito por ahí se metían formando montoncitos, juntitos unos de otros como niños en la escuela, aun así, al estar torteando tenía público de dos o tres sapos mirándome fijamente.
En otras ocasiones estábamos en el baño y los sapos nos miraban fijamente, no era agradable estar haciendo una necesidad y que ocho o diez pares de ojos nos estuvieran mirando. Los niños andaban felices ensartándolos en varas que cortaban, organizaban carreras de sapitos y hasta les ponían nombres como los personajes que leían en los pasquines que compraban; otros formaban ejércitos de japoneses y soldados gringos, hasta tenían puntadas los niños de ponerles cascos en la cabeza con papelitos que recortaban, los helicópteros eran mayates amarrados de una pata con un hilo y el cabo amarrado al cuello del sapo, en ocasiones los insectos levantaban al soldado en cuestión, cuando los mayates chocaban o se enredaban y caían suelo eran bajas en el ejército . Por las noches iba uno tronando sapos al caminar, al día siguiente las calles y banquetas estaban llenas de esqueletos de ellos, todos los días por la mañana al barrer la calle juntábamos baldes llenos de esqueletos de sapos. Los agentes viajeros que de vez en cuando llegaban algunos de ellos se fueron pensando que en Mascota llovía sapos. Este fenómeno no se ha vuelto a repetir, así como llegaron una mañana se fueron en otra.
Roberto López
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